
Que manía tan necia que comparten muchos jóvenes de mi generación de afirmar con la seguridad más absoluta que “en política no hay valores”, que “en política no hay ética” o que “hay que ser realistas”, cuando poca o ninguna vez han invertido algo de tiempo en leer Il Principie o los Discorsi de Maquiavelo.
¡Cuánta arrogancia! porque el problema no es tanto intelectual como actitudinal. No se comete el error de no saber sino más bien de no querer aprender, de intentar ver más allá de la mera apariencia que la corta e inmediata experiencia muestra a primera vista. La falta de imaginación que junto a la corta visión impide captar el panorama.
Se trata de un discurso que refleja falta de carácter, un vacío vital, la ausencia de un objetivo de vida; en fin, el nihilismo más burdo y marginal en la mente de un aprendiz sin aprendizaje alguno, que llegado el momento -de favorecerlo la fortuna- será consumido de poco por el poder, pues no está preparado para hacerse con el gobierno. Hállese aquí cumplida, como si de una profecía se tratara, aquella frase de Lord Acton que reza: “el poder tiende a corromper”, pues con personas de este calibre no cabe duda que lo hace.
¡Apréndase! la ética no es sinónimo de idealismo ni de utopía. Se trata de algo muy real que tiene importantes consecuencias políticas pero que debe entenderse bajo los usos que les son propios. Entonces ¿Cuál es el meollo del asunto? El punto de vista. No se hablará de las repúblicas “imaginarias” que muchos han teorizado, sino más bien de las que “realmente existen”. De manera tal que la cuestión demanda, en cambio, dejar de imaginar la ética para comenzar a verla tal cuál es.
¿Se dirá que somos idealistas si afirmamos que las personas tienen creencias? ¿Abandonaremos el realismo si defendemos que los políticos son personas? ¿Estos habrían de ser diferentes? ¿El oficio hace a los príncipes inmunes a las creencias? ¿Inmunes a las valoraciones? ¿libres de sentimientos? ¡Pues no!
Todo lo contrario. El poder, el liderazgo, la autoridad, la influencia, la jefatura y demás formas de jerarquía exponen el espíritu, lo presentan vulnerable ante los apetitos y las aversiones hobbesianas, multiplicadas en potencia y magnitud desde el asiento de un palacio. ¡Cuán necesaria es la virtud! La excelencia y excepcionalidad requerida para prevenir y superar los infortunios, quedando así montada la trinidad maquiavelina, que le permitiría al príncipe conservar el Estado, último imperativo[1] de la política. La virtud, la necesidad y la fortuna.
Queda claro que el ser humano no puede dejar de ser tal y como es, y que, por tanto, para lograr captar la “verdad efectiva de las cosas” necesitamos adoptar un enfoque adecuado al objeto de nuestra atención. No hablemos de imaginaciones e ideas abstractas, y que nuestras palabras se refieran a acciones concretas, así, sabremos diferenciar la calidad de nuestros liderazgos y entenderemos mejor la naturaleza de nuestros políticos.
No es algo sorprendente enterarse que los soberanos no se deben a nadie más que a sí mismos ¡Qué gran verdad! es lo que encontramos, no lo que imaginamos. Cuántas veces grandes lideres han incumplido sus promesas una vez llegados a la torre más alta, lugar desde el que dirigen con pleitesía la vida de millones; ésa parece ser la norma en los gobiernos. Pero, entonces ¿qué hay de esos que hoy en día conocemos como “estadistas” u “hombres de Estado”? ¿Se les conoce así a quienes después de llegar a los más altos puestos consumieron los recursos de sus reinos hasta que no quedara nada? ¡No!
Esos grandes hombres son quienes, sin estar obligados por un poder más grande, decidieron por voluntad propia fundar repúblicas, construir instituciones, crear tradición, conquistar imperios y otras grandes hazañas que hoy por hoy inspiran mitos, leyendas y biografías.
Hombres que se gobernaron a sí mismos para gobernar a los demás, que cultivaron su carácter para no caer ante los halagos de sus lacayos, quienes se formaron en las armas para prevenir la guerra en los momentos propicios, individuos que, en resumen, practicaron la virtud y la excelencia con el fin de solo deberse a sí mismos, y no caer frente a la falta de carácter en los infortunios.
¡Oh, gran ética! ¿Acaso el perfeccionamiento del cuerpo y del espíritu no forman parte de la más antigua tradición moral de nuestra civilización? ¿Será que estas costumbres, provenientes de la guerra y la estrategia militar, no son útiles a las más cruentas luchas políticas? ¿Los hombres de Estado no necesitan fortaleza, templanza, justicia y prudencia? ¿A caso el carácter no tiene nada que ver con la inteligencia? Dejo preguntas para la reflexión.
Un hombre que no tenga principios, que no crea en nada (siquiera en sí mismo) y que no cultive su espíritu, es un hombre que nunca podrá gobernar a nadie; es un súbdito.
[1] La política no puede escapar a la normatividad, es por definición una actividad que requiere de la existencia de fines, de metas, de objetivos a la luz de los cuales serán identificados los medios adecuados. Sea la conservación del Estado o el bien común, esta no puede prescindir de aspiraciones dada la naturaleza motivacional del poder político.